Carta de una afectada:
El lunes de la semana pasada fui al aeropuerto a recoger a mi suegra, que volvía de Tenerife donde ha estado dos semanas de vacaciones. La mujer, que ya anda metida en años, gasta más tiempo en hacer y deshacer maletas que en cocinar, de lo cual me alegro en el alma porque así de jacarandoso quiero ser yo cuando tenga su edad y pueda pasar mis achaques entre Benidorm y Canarias con paradas en Salou y Andalucía, que son algunos de los destinos del antiguo Inserso, que ahora se escribe con eme. Y por esos mundos camina desde hace años mi mamá política que, gracias al Programa de Viajes para Mayores, estrena hoteles, compara desayunos, elige natillas y se entiende con los camareros de media España. Estoy seguro de que, como buen correcaminos, el día en el que el Señor la diga: «Antoñita, te ha llegado la hora de hacer el último viaje», sólo preguntará por el medio de transporte y por la hora a la que empieza el baile.
Pero como son muchos años de convivencia, en cuanto la veo aparecer de regreso en cualquier estación, sé si lo ha pasado bien o el viaje ha sido un fracaso, incluso antes de saludarnos. Si mirándola el morrillo encuentro alguna arruga nueva, sé que ha habido sufrimiento, que ella misma se encarga luego de narrarnos a cuentagotas para que no estemos preocupados la próxima vez que se pire. Y esta vez, en cuanto puso el pie en la escalerilla del avión, supe de sobra que el horno no estaba para bollos y que la señora venía de mal defecar, por no decir que venía de una mala leche de no te menees. Sin necesidad de insistir mucho, esa misma tarde nos desgranó algunas de las aventuras a las que se vieron obligados ella y otros 199 abueletes más, a quienes vacilaron miserablemente los organizadores del viaje o quienes no hicieron nada para evitarlo.
Para empezar, si mi mamá política, que zampa de todo, dice que el rancho del hotel era peor que otras veces, lo que está diciendo es que era una bazofia incomestible, incluso para ella, que es capaz de comer cosas que harían vomitar a las cabras. Montar unas vacaciones para la tercera edad en cuyo menú faltan yogures y abunda una carne que despega dentaduras, el café mañanero suelta el vientre antes de coger el ascensor para subir a la habitación, o a la hora de la comida se reparte medio litro de agua por cada cuatro comensales, es pasar de austero a rata, lo cual no es saludable para ese sector de la hostelería que alquila sus servicios al Imserso (ahora sí está bien escrito) en temporada baja, para no tener que echar el cierre por falta de clientes. A punto estuve de soltar un lagrimón cuando la buena mujer contó que en la cena de Nochevieja, incluida en el programa, quien quiso comerse las uvas tuvo que pagar un euro, o soltar dos y medio por una careta, un cucurucho de cartón y un matasuegras, que dada la composición de la excursión no es un regalo muy exitoso que digamos. Y aquí me tienen, temblando como una hoja en tarde otoñal, desde que nos ha amenazado con no volver a salir de viaje, con lo mucho que ella se divierte y lo más que descansamos el resto de la familia.
Y como pase tal cosa, los del Inserso, el Imserso o la madre que lo parió, se enteran. Porque una cosa es que no hagan nada para evitar abusos y otra que nos endilguen el mochuelo.
[Fuente: nortedecastilla.es]
Pero como son muchos años de convivencia, en cuanto la veo aparecer de regreso en cualquier estación, sé si lo ha pasado bien o el viaje ha sido un fracaso, incluso antes de saludarnos. Si mirándola el morrillo encuentro alguna arruga nueva, sé que ha habido sufrimiento, que ella misma se encarga luego de narrarnos a cuentagotas para que no estemos preocupados la próxima vez que se pire. Y esta vez, en cuanto puso el pie en la escalerilla del avión, supe de sobra que el horno no estaba para bollos y que la señora venía de mal defecar, por no decir que venía de una mala leche de no te menees. Sin necesidad de insistir mucho, esa misma tarde nos desgranó algunas de las aventuras a las que se vieron obligados ella y otros 199 abueletes más, a quienes vacilaron miserablemente los organizadores del viaje o quienes no hicieron nada para evitarlo.
Para empezar, si mi mamá política, que zampa de todo, dice que el rancho del hotel era peor que otras veces, lo que está diciendo es que era una bazofia incomestible, incluso para ella, que es capaz de comer cosas que harían vomitar a las cabras. Montar unas vacaciones para la tercera edad en cuyo menú faltan yogures y abunda una carne que despega dentaduras, el café mañanero suelta el vientre antes de coger el ascensor para subir a la habitación, o a la hora de la comida se reparte medio litro de agua por cada cuatro comensales, es pasar de austero a rata, lo cual no es saludable para ese sector de la hostelería que alquila sus servicios al Imserso (ahora sí está bien escrito) en temporada baja, para no tener que echar el cierre por falta de clientes. A punto estuve de soltar un lagrimón cuando la buena mujer contó que en la cena de Nochevieja, incluida en el programa, quien quiso comerse las uvas tuvo que pagar un euro, o soltar dos y medio por una careta, un cucurucho de cartón y un matasuegras, que dada la composición de la excursión no es un regalo muy exitoso que digamos. Y aquí me tienen, temblando como una hoja en tarde otoñal, desde que nos ha amenazado con no volver a salir de viaje, con lo mucho que ella se divierte y lo más que descansamos el resto de la familia.
Y como pase tal cosa, los del Inserso, el Imserso o la madre que lo parió, se enteran. Porque una cosa es que no hagan nada para evitar abusos y otra que nos endilguen el mochuelo.
[Fuente: nortedecastilla.es]
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